Allí, en esas cuatro cuadras convertidas en territorio comanche, la ley era solo una sugerencia impresa en una cartilla de Cultura Ciudadana olvidada. Menores de edad entraban sin problema a más de 300 bares como si llevaran la cédula tatuada en la frente. Los machetes, las botellas rotas y las armas blancas eran los únicos cover que se respetaban. Y el "tomaseo" ese invento nacional que mezcla escopolamina, licor y crimen organizado era el plan nocturno por excelencia.
La policía, por su parte, aparecía cada fin de semana como DJ invitado: mucho uniforme, mucha presencia, pero poco beat efectivo. Judicializaban a 80 personas por noche, pero era como sacar cubetas de agua de un Titanic que ya había decidido hundirse.
Aquel infierno se sostenía sobre un modelo económico eficiente: jíbaros disfrazados de vendedores ambulantes, trago adulterado en cada esquina y amanecederos donde el que no salía robado, salía feliz de seguir vivo. En medio de todo, una ciudadanía tan entrenada en la evasión que prefirió reírse del problema entre rumbas, empanadas y aguardiente con sabor a removedor de pintura.
Pero como en toda buena tragicomedia bogotana, algo cambió. El maquillaje institucional llegó con nombre nuevo y promesas viejas. Hoy ya no se llama Cuadra Picha. Ahora es Cuadra Alegre. Porque Bogotá, cuando no puede resolver un problema, lo rebautiza con un nombre bonito.
Nos dijeron que la rumba ahora es segura, que los menores ya no entran, que el licor es legal y que los cuchillos se usan solo para cortar la pizza. Dicen incluso que los vecinos volvieron a dormir, que las balaceras ya no suenan y que los administradores de bares ahora piden cédula, rezan el Rosario y pagan impuestos.
Claro, todo esto mientras los líderes comunitarios aún conservan debajo del colchón los derechos de petición que nadie leyó, y los recuerdos de una zona que alguna vez fue residencial y terminó convertida en una versión urbana del apocalipsis.
Así que bienvenidos a Cuadra Alegre, el lugar donde la historia no se borra, solo se redecora. Un experimento social que nos enseñó que Bogotá no siempre necesita soluciones: a veces, solo necesita otro nombre.
En el libro se presenta una encuesta, una serie de tipologías y reflexiones finales.
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