Mi abuela solía contarme historias sobre el Elegido. Aquel que nos salvaría a todos. Cuando era más joven, solía creer que lo que decía era cierto. Que eventualmente alguien nacería, tal como lo predijo el Oráculo. Alguien que podría salvar nuestras almas y vincularnos de nuevo a nuestra magia. Una vez que crecí y vi el mundo desplegarse a mi alrededor, ya no creí en la salvación. El elegido parecía ser más una oración que una realidad. Un sueño que desesperadamente queríamos que se hiciera realidad. Algo por lo que todos rezamos y rezamos. Algo en lo que necesitábamos encontrar esperanza cuando no quedaba ninguna.
Cuando nuestros ancestros nos dieron la espalda, ¿cómo se esperaba que creyéramos en esta llamada salvación? Especialmente cuando todo lo que presenciamos fue muerte y carnicería desde la gran guerra. Nada excepto dolor y pobreza. Solía creer en las historias y rezar por el misterioso elegido que libraría a nuestro mundo de su maldad. Ahora, sin embargo, lo veo por lo que realmente es, solo un sueño de esperanza. Un cuento de hadas inalcanzable. Una historia para crear esperanza. La esperanza es peligrosa; te hace creer que las cosas mejorarán. Dejé de aferrarme a la esperanza cuando presencié de primera mano que solo causaba dolor.
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