Durante años, los zorreros fueron el último vestigio de un oficio que se negaba a morir en silencio. O, mejor dicho, que no podía hacerlo sin dejar tras de sí el crujir de la madera, el golpeteo de los cascos y el aliento cansado de los caballos. Todo eso es hoy apenas un eco lejano, perdido en la memoria de las calles donde alguna vez fueron protagonistas invisibles.
Mientras desde las oficinas se diseñaban políticas públicas para una ciudad "contemporánea", muchos de esos funcionarios jamás vieron una zorra de cerca, ni comprendieron lo que significaba empujar una carreta bajo el sol inclemente o en medio del aguacero. Hablaron de inclusión sin pisar los barrios donde el reciclaje era pan de cada día, y prometieron sustituciones sin entender lo que realmente se estaba perdiendo.
Los zorreros quedaron atrapados en un limbo: no eran símbolo de renovación, pero tampoco un recuerdo digno de ser protegido. Fueron considerados parte del "atraso" que debía superarse, y aunque se les ofrecieron compensaciones camionetas, empleos formales, programas de capacitación muchas de estas promesas se diluyeron en la complejidad de una transición mal entendida y mal ejecutada.
Sin embargo, su desaparición no fue total ni simple. Lo que se desvaneció con ellos no fue solo un modo de transporte o una herramienta de trabajo. Se apagó también una forma de vida, una red social informal, una cultura callejera y una resistencia cotidiana ante la exclusión. En cada carreta se transportaban bultos, sí, pero también familias, luchas, historias y dignidad.
Hoy, ya no hay zorreros en Bogotá. Las carretas tiradas por caballos desaparecieron, cerrando un capítulo polémico de la historia urbana de la ciudad. Y si bien esto significó una victoria importante en la lucha contra el maltrato animal pues muchos de esos caballos vivían en condiciones precarias, sufrían lesiones, hambre y abandono, también dejó preguntas abiertas sobre cómo se gestiona el "progreso" en una ciudad desigual.
Este libro presenta, además, una encuesta realizada a actores sociales involucrados en el proceso de sustitución. A través de sus voces se construyen tipologías que permiten entender los distintos perfiles de quienes ejercían este oficio: el reciclador por herencia, el desplazado por la violencia, el trabajador informal por necesidad, el defensor del caballo como compañero, entre otros. Cada historia ofrece una clave distinta para entender qué significaba realmente ser zorrero en Bogotá.
Las reflexiones finales no son recetas, sino invitaciones a mirar más allá de los discursos oficiales. A preguntarse por las consecuencias humanas de las políticas públicas. A entender que la justicia social no siempre coincide con la velocidad del desarrollo urbano. Y a reconocer que, aunque la erradicación del maltrato animal era necesaria y justa, el modo en que desaparecieron los zorreros dejó vacíos que aún no han sido llenados.
Este es un rescate de voces silenciadas, de pasos que ya no se oyen, de sueños arrastrados por el polvo de una ciudad que mira hacia el futuro, pero que a veces olvida mirar atrás. Porque el progreso cuando no escucha, cuando no cuida, cuando no recuerda es sólo otro decreto más. Pero la dignidad de un oficio, incluso uno ya extinto, no se borra con un clic..
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