En el siglo XV, la villa de Trujillo existía al abrigo -y bajo el peso a veces asfixiante- del Reino de Castilla. El escudo de la Corona ondeaba con firmeza sobre sus murallas, mientras en sus calles, la nobleza local paseaba con aires de dueño. Eran señores de espada, de apellido largo y mirada altiva. Pero, no los únicos con influencias. Desde las sombras -o a plena luz, según soplaran los vientos del trono-, los hombres del rey también vigilaban. Siempre atentos. Siempre ahí.
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