El comunismo, desde sus nefastos principios absolutos, convirtió la política en religión secular y al partido en dios terrenal. No hubo espacio para la disidencia, ni para la pluralidad, ni para la conciencia individual. Los pueblos fueron reducidos a engranajes de una maquinaria de control que devoraba a quienes intentaban pensar distinto. Detrás de cada muro levantado para encerrar a pueblos enteros, detrás de cada consigna que prometía un paraíso en la tierra, estaba la mano invisible de la represión.
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