La agricultura convencional se erige como una formidable fuerza de degradación medioambiental, impulsada por su implacable dependencia de la aplicación intensiva de pesticidas y la mecanización a gran escala. Este modelo de producción, al tiempo que maximiza los rendimientos a corto plazo, agota inexorablemente los recursos naturales, catalizando la degradación biológica, física y química de los suelos, una erosión de la vitalidad ecológica que pone en peligro los cimientos mismos de la sostenibilidad agrícola (DERPSCH, 2000; ZILLI et al., 2003). Cultiva sistemas de producción orientados a la conservación, poéticamente articulados en el discurso académico como agroecosistemas, paisajes dinámicos en los que se respetan los ritmos inherentes a la naturaleza en lugar de alterarlos. Dentro de esta ética, los insumos químicos se reducen drásticamente o se evitan por completo, lo que permite que los ecosistemas se regeneren y prosperen. Un modelo agrícola verdaderamente sostenible va más allá de la mera productividad: garantiza la perpetuidad del suministro de alimentos al tiempo que protege el planeta.
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