Angus McRae era un pastor solitario, curtido por los inviernos y por la vida, que vivía en una humilde granja entre colinas azotadas por el clima. Junto a él, siempre, caminaba Burkus, un mestizo de collie y pastor alemán, nacido no solo para cuidar ovejas, sino para cuidar un alma. Desde que era un cachorro, Burkus no fue simplemente una mascota: fue sombra, centinela y consuelo. La mirada entre ambos decía más que cualquier palabra; en sus silencios había confianza, respeto y un amor sin condiciones.
Pero incluso los vínculos más sólidos deben enfrentarse al desafío del destino. Y aquel invierno, el más crudo en décadas, trajo consigo algo más que frío. Trajo aislamiento, hambre... y la desaparición del rebaño. Angus, ya mayor, no pudo seguirles el rastro entre la ventisca. Fue Burkus quien, sin esperar un gesto, partió solo en busca de las ovejas perdidas.
Lo que ocurrió después fue una prueba épica de voluntad y coraje. Durante días, Burkus luchó contra la tormenta, la nieve que le cubría el cuerpo como un sudario, el hambre que mordía sus entrañas, y el lobo un depredador real y simbólico que amenazaba lo poco que quedaba del rebaño. La batalla entre ambos fue feroz, teñida de sangre sobre la nieve blanca. El perro salió victorioso, pero no sin heridas: su cola quedó destrozada, su cuerpo marcado, y su alma, más firme que nunca.
Contra todo pronóstico, Burkus volvió. Reunió las ovejas, cruzó los pasos congelados y regresó a casa, donde Angus, incrédulo y quebrado de emoción, lo recibió como a un hijo que vuelve de entre los muertos. Lo que siguió fue un renacer. El pueblo, conmovido por la historia, lo declaró héroe. Los medios replicaron su hazaña, y hasta el rey Jorge V envió una medalla de honor por su valentía. Pero a Burkus no le importaron los aplausos. Su premio era haber cumplido con su deber.
Cuando los años pasaron y el tiempo cobró su deuda con Angus, fue Burkus quien lo acompañó hasta el último invierno. Luego, él también partió. Hoy descansan juntos, bajo un viejo roble, y una estatua de piedra en el centro del pueblo los honra a ambos. La figura de Burkus, erguida, mira hacia las montañas con una cola roja: no como herida, sino como símbolo de todo lo que fue capaz de sacrificar por amor.
Esta es su historia real, pero tan poderosa que parece nacida de la leyenda. Porque hay vínculos que el hielo no congela, que el tiempo no borra, y que la muerte no separa. Y este, el de Angus y Burkus, fue uno de ellos.
En el libro se presenta una encuesta y una serie de tipologías, lo mismo que algunas reflexiones finales.
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