Durante la niñez, la religión, la doctrina católica, era un escalón para llegar al Reino de Dios, pero también era un camino mítico, fantástico, fuente inconmensurable de poder y castigo. En el lado opuesto estaba el infierno, un lugar acechante, que se aparecía en cualquier esquina, y que, sorprendentemente, en ocasiones vivía dentro de uno.
Mi madre lo veía todo, lo sabía todo, lo podía todo, era un poder de este y otros mundos, una autoridad omnisciente que, si me sorprendía en falta, me sometía y me apabullaba en cuestión de segundos. Ella era un vigía, el ojo de Dios, la persona más interesada en que yo no sufriera daños, así que hacía cuanto podía para obligarme a aprender reglas, no sólo sociales, sino sobre todo morales, aunque tuviera que utilizar frases edificantes, parábolas, cuentos, y leyendas urbanas.
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