Hay un momento, cada año, en el que el mundo parece contener la respiración. Es ese crepúsculo en Nochebuena, cuando el sol se ha ido y las luces de los árboles y las ventanas empiezan a titilar en la oscuridad, como pequeñas promesas contra el frío. El aire huele a pino, a galletas de jengibre recién horneadas y a nieve por venir. Es un momento de nostalgia palpable, un puente entre los inviernos de nuestra infancia, llenos de asombro puro, y los de nuestra vida adulta, a menudo cargados de prisas, listas de regalos y una cierta melancolía que no siempre nos atrevemos a nombrar.
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