Su único tripulante es el artillero, que maneja un cañón de a 68. Le suministran municiones en pelotas de cuero remolcadas a nado. La chata se aproxima audazmente a los acorazados, que ni aciertan a darle con su artillería ni atinan a embestirla, desconcertados por la intrepidez del atacante, que dispara contra ellos a boca de jarro. Sin embargo, el cañón paraguayo no logra perforar el blindaje de los buques de guerra.
Una vez consiguió meter dos bombas por uno de los portalones de la casamata principal del acorazado «Tamandaré», en la que se encontraba el comandante y la mayoría de los oficiales, matando a aquel y a casi todos estos. Pero, salvo este accidente, en realidad no ocasionó mayores daños a la flota brasileña.
-¡Bravo por los paraguayos! -exclamó el francés, súbitamente entusiasmado.
Lord Stapleton sonrió:
-Desde luego, mis simpatías se inclinan por los paraguayos; sin embargo, soy un hombre de negocios que debe atenerse a los hechos y a sus probables consecuencias.
-Supongo que el Paraguay es un país salvaje -se apresuró a consolarse René Tibourd, que había comprendido la insinuación de su amigo-, tal vez lo que llamamos valor no sea en ellos más que el desdén por la vida que sienten los infelices.
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