¡Hola, amigo! saludó el niño, que aparentaba unos diez años.
Vestía pantalón largo, con peto sujeto a los hombros y calzaba botas de tacón alto. Era rubio, pecoso y tenía los ojos claros.
Detrás de la cerca, entre los árboles, había una casa de madera. Una vaca pastaba mansamente.
El jinete miró de soslayo al muchacho. No era hombre capaz de emocionarse. El saludo del niño le sorprendió, pero sostuvo su expresión sombría. No sonrió siquiera. Tenía una cicatriz en la mejilla derecha, lívida, aunque era un hombre joven y no mal parecido. Sin la huella del acero en su rostro, habría parecido guapo.
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