En su afán por redimir al mundo, peleó con el "mono del norte", se metió en listas internacionales que nadie desea y logró lo que pocos políticos consiguen: que las ayudas extranjeras se evaporaran al mismo ritmo que su prudencia. Los que pagaron la factura no fueron los ideólogos ni los asesores, sino sus familiares, los de carne y hueso, esos que heredaron el costo del heroísmo mal calculado.
Cuando no está "indispuesto" ese eufemismo que cubre la resaca de las noches previas Petrini viaja por Europa repartiendo discursos sobre la paz, esa misma que en casa se desangra entre comunicados y desmentidos. Busca aplausos internacionales, convencido de que el Nobel se entrega al más insistente, mientras la guerrilla entiende sus mensajes al revés y el país vuelve a escuchar el eco de la guerra que nunca se fue.
El mandatario, inseparable de su cachucha simbólica, ha hecho del desparpajo su identidad política. Nombra viceministros de colegio, predica que el pueblo lo ama especialmente aquellos a quienes paga por confirmarlo y gasta más tiempo en cadenas nacionales que en despachos ministeriales. Mientras tanto, el país asiste a las eternas sesiones ministeriales transmitidas en cadena, auténticas liturgias del ego donde el mandatario improvisa monólogos que solo él entiende. En los hogares, la ciudadanía ya tiene reflejos automáticos: cuando aparece su rostro en pantalla, cambian de canal. La revolución, prometida como una epopeya del cambio, terminó convertida en un programa de variedades, donde la improvisación es política de Estado y el teleprompter, el verdadero ministro de gobierno.
Y como era de esperarse, el espectáculo no ha pasado desapercibido. La oposición, olfateando debilidad, se le lanza como bandada de chulos sobre un banquete político: cada error, cada rabieta, cada contradicción se convierte en carne fresca para sus discursos. Entre acusaciones y burlas, aprovechan el caos para construir sus propias alianzas, trazando el mapa de poder que necesitarán en la próxima contienda presidencial. En los cafés del Congreso y los salones de partido se cocina la estrategia del relevo: desprestigiarlo mientras negocian entre ellos quién será el salvador del siguiente desastre.
Así transcurre la era Petrini: un gobierno transmitido en vivo, comentado en tiempo real y desgastado a la vista de todos. Entre las prédicas del líder y los cálculos de sus enemigos, el país se mantiene suspendido en una mezcla de resignación y costumbre. Y aunque nadie sabe qué vendrá después, solo queda una súplica compartida en silencio por creyentes y escépticos: que la próxima vuelta del destino no nos traiga otro Petrini... ni otro Furibe.
En el libro se presenta una encuesta, unas serie de tipologías y reflexiones finales.
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