Su gran apuesta personal, la famosa economía naranja, fue el emblema perfecto de su gestión: colorida en el discurso, incolora en los resultados. Prometió que la creatividad sería el nuevo petróleo, que el arte y la innovación sacarían al país del atraso, que los jóvenes serían empresarios culturales y no desempleados con hashtags. Pero la realidad lo exprimió sin piedad: la economía naranja no llegó ni a jugo. Quedó como un lema publicitario, un cóctel de promesas que nunca se sirvió.
Y cuando el país empezaba a preguntarse si el presidente hacía algo más que hablar de "emprendimiento" y posar con guitarra, llegó el covid-19, el examen inesperado que no admite ensayo ni discurso. Truque vio en la pandemia la oportunidad de reescribir su destino: transformarse en el líder sereno, el "presidente de las seis de la tarde", el animador de la cuarentena. Cada noche aparecía en televisión para tranquilizar a la nación con gráficos y frases motivacionales. Era el programa "Prevención y Acción", un noticiero de esperanza donde la tragedia se narraba con tono de tutorial.
Mientras él hablaba de resiliencia, los hospitales colapsaban, los médicos exigían sueldos atrasados y los ciudadanos morían esperando atención. En las ventanas, los trapos rojos pedían comida, en las calles, la pobreza pedía justicia. El gobierno respondió con bonos que no llegaban, decretos que favorecían al sector financiero y discursos que sonaban más a publicidad que a política. Y mientras la gente se moría de hambre, las entidades recibieron dinero para no quebrar, un rescate que nadie vio llegar al ciudadano común.
Pero el hambre no entiende de alocuciones. Cuando el confinamiento se volvió insoportable, el país salió a la calle. Los jóvenes, los campesinos, las mujeres, los trabajadores y los estudiantes se levantaron para gritar lo que el gobierno se negaba a escuchar. Y el Estado, en lugar de diálogo, ofreció gas lacrimógeno. En cada esquina un Esmad, en cada manifestación un herido, en cada noticiero un silencio oficial.
A los estallidos sociales se sumaron los incumplimientos del Acuerdo de Paz, la reforma tributaria del absurdo, y el "piso mínimo de protección social", que legalizó la precariedad con lenguaje técnico. Era el truquismo en su máxima expresión: disfrazar la pobreza de emprendimiento y la desigualdad de oportunidad.
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