Me encontraba hace algunos años entre las columnas desgastadas del Foro Romano, observando cómo la luz del atardecer bañaba de oro lo que quedaba de la Basílica de Majencio. A mi alrededor, turistas de todas las nacionalidades se movían en un murmullo polifónico que habría sido inimaginable para los romanos que caminaron por esas mismas losas hace dos milenios. Y sin embargo, allí estaban ellos-los espectros de Roma-en la lengua italiana, en el concepto de ley, en la misma noción de occidente. Una pregunta comenzó a germinar en mi mente: ¿cómo es posible que algunas civilizaciones, a pesar de su colapso físico, logren impregnar tan profundamente la conciencia de la humanidad que su esencia perdura siglos después de su desaparición?
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